Con Sevilla como protagonista, inmortalizada en un barrio popular en torno a una simbólica plaza Cervantes (quién sino el creador del más insigne cuerdo de la literatura para presidir estas narraciones), traza Verdugo los relatos de «El loco de la calle».
Narrados en su mayoría en primera persona, lo que confiere cercanía y verdad, incluso cuando el yo reconoce que escribe desde ultratumba, abundan en las escenas referencias a un tiempo no muy lejano (en algún caso planea la sombra de la guerra), a medias idealizado, en todo momento eternizado en imágenes que componen nuestra historia, nuestra esencia, «porque, como usted bien sabe, los recuerdos unen, mientras que el vivir distancia».
Reconocemos en el estilo de Verdugo una querencia por la perífrasis, por la enumeración, por el periodo largo de aire clásico, por las imágenes, por los acertados adjetivos, por efectivas personificaciones, por autorreferencias y elementos metaliterarios que nos recuerdan la calidad de ficción casi tanto como los escasos límites que guarda esta con la realidad. Todo teñido de un tono nostálgico que, en contraste con el entorno, convierte algunas anécdotas en actos verdaderamente trágicos.
A ello contribuye, como ya ocurriera en su novela «La danza de los espejos enfrentados», la aparición de personajes solitarios, derrotados, estrafalarios, absurdos y enigmáticos, cuya existencia real llega el lector a plantearse desde las primeras páginas, dedicadas nada menos que al creador de «Las ruinas circulares», en cuyo centro un hombre imaginaba/soñaba a otro hombre que imaginaba/soñaba a otro hombre. No escatima medios para describírnoslos, tanto física como moralmente, de manera que en un muy corto espacio nos imaginamos buena parte de sus existencias, aunque en pocas ocasiones les concede directamente la palabra, pues prefiere el ancho cauce de la narración al diálogo. Y hay aún otro rasgo que une a estos personajes: su inconmensurable libertad, que los convierte en seres errantes entregados al azar.
Termino con una frase del autor, que se vanagloria de que «la literatura no es otra cosa que un prolongado acto de fe».
Elena Marqués
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