Ediciones En Huida.
Colección Poesía en Tránsito.
9.50 € IVA Inc.
Ediciones En Huida.
Colección Poesía en Tránsito.
Biografía.
Amaya Zulueta, nació en Cádiz, en 1947, estudió Letras en Sevilla y ejerció de lector de lengua española en Francia. Su vida ha estado dedicada a la enseñanza de la literatura y al estudio de la poesía española, especialmente la del siglo XX.
En 1998 resultó finalista del VIII Premio Internacional de novela “Luis Berenguer” con la obra titulada Las Puertas de la Noche.
En 1999 un jurado integrado por Juan Eslava Galán, Felipe Benítez Reyes, Nadia Consolani, Alfonso Canales y Luis Suñén otorgó a su novela El León de Oro, Alianza Editorial, Madrid, 2000, el I Premio de Novela “Fernando Quiñones”.
En 2003 obtuvo el Premio José Luis Cano, Bahía de Algeciras, de Poesía con El Ala de la Locura (Poemas de la exhumación). FMC “José Luis Cano, Algeciras, 2004.
En 2005 dio a la luz el poemario El dios en el espejo, Fundación Unicaja, Málaga, 2005.
En colaboración con Juan José Téllez, el pintor Chema Cobos y otros autores ha publicado los libros de relatos intitulados:
Estrecho, una poética de la solidaridad, Diputación de Cádiz, 2001.
La ciudad escrita, 16 relatos sobre Cádiz, Fundación Municipal de Cultura del Excmo. Ayuntamiento de Cádiz, 2002.
Reseña
«Planea una incierta atmósfera de haikus, que no su estructura, en “Memoria de las sombras”, el nuevo poemario del narrador Manuel Amaya Zulueta (Cádiz, 1947), cuya relativamente tardía incorporación a las prensas literarias le ha eximido de pecados juveniles y nos lo ha hecho conocer y apreciar como escritor en plena madurez. En esta ocasión, los versos que nos devuelve el alma nómada de Amaya Zulueta llegan empapados de agua, quizá porque la lluvia es algo que siempre sucede en el pasado, como nos recordó Jorge Luis Borges, y es el pasado el hilo argumental de este libro, escrito hermosamente en gris. Y es que “la lluvia tiene un vago secreto de ternura”, como describiera mucho antes Federico García Lorca, a quien el autor recobra en una de sus citas, por lo común heterodoxas pero sugestivas y necesarias para la comprensión plena de esta obra.
Es el libro de un lector, desde luego, por cuyas páginas alienta ahora la lectura de los clásicos, desde ecos de Bécquer a los Machado, pasando por Juan Ramón y Luis Cernuda, pero orillando en lecturas de otras lenguas por las que Amaya Zulueta ha transitado. Adivino en ese rastro mucho Rainer María Rilke entre líneas y el imprescindible y recobrado Paul Celan, pero también se me antojan ráfagas de Jacques Prevert, tan olvidado a esta orilla de las lenguas romances. Tampoco faltan juegos imposibles como sentar a dialogar a José Ángel Valente y Gabriel Celaya en el frontispicio de uno de sus textos.
Sin embargo, su mayor armazón literario es el de la experiencia o, mejor dicho, el de la evocación de dicha experiencia, desde los objetos domésticos a las ciudades o la naturaleza, pero hay otro protagonista esencial en esta delicada obra de orfebrería lírica, cargada de panteísmo y de guiños cómplices: es la luz, que se nos va presentando a medida que transcurren los poemas como una suerte de banda sonora para cualquier película. La música de “Memoria de las sombras”, como en el viejo contrapunto barroco, pasa precisamente por sus luces, que subrayan estados de ánimo, precisiones o imprecisiones del recuerdo.
El olor, los sentidos, el humo y el mar. También, las ausencias. Y la convicción profunda de que nos encontramos, en definitiva, ante un libro místico que persigue el misterio, ese don que nos libra de la peor de las pobrezas. Aquí, Dios no anda entre pucheros, sino que se trata de la propia alma humana que intenta esquivar la mediocridad y la muerte. Lo empírico se eleva por encima de las posibilidades de la evidencia porque hay mucho talento en quien mece la pluma.
Manuel Amaya Zulueta se transfiguró como narrador en cuidadas entregas a modo de relatos o de novelas como El león de oro, que mereciera sobradamente la primera edición del Premio Fernando Quiñones, a quien ahora dedica aquí un poema tan intenso como los restantes de este volumen sin par. Sin embargo, siempre reconoció a esos textos narrativos como “novelas de poeta”. Su barroquismo, que no fue nunca hermético, quedó hermosamente contrastado en su primer libro de versos “El ala de la locura”, que obtuvo el Premio Bahía de Poesía, una obra que también tenía mucho de catarsis y de luto, pero a su vez de nostalgia que salva y vivifica. A su juicio, lo barroco ·señala un modo de profundizar en la realidad, de estar en la vida, a través de la palabra».
No es un recién llegado, sin embargo, a la poesía, sino que no la dio a conocer tempranamente. Fue dejándola madurar como una parva privada, por lo que los lectores tienen ahora la suerte de descubrir en gran medida una voz que viene de otro tiempo y que mantiene, empero, todo su vigor, con una adecuada temperatura, la de la serenidad de lo eterno. Otra forma, sin duda, de mística contemporánea, la que nos hace descubrirnos inmortales a través de la lectura de libros buenos, no necesariamente inocentes, como el que usted ahora mantiene entre sus manos. Así, el poeta llega a citarse a sí mismo: “Dios olía a tinta y a excremento en la escuela”.
Ahora, huele sin embargo a flores y a té de las cinco, al desamor sin lástima, a la sensualidad clara de quien sabe tocar lo que desea. Aunque el poeta salga de su camelia y orine al amanecer. Sin embargo, es el mar el que gana la partida, que aquí tiene más condición de gozo que de agonía, junto al Hudson River de Federico y de Walt Whitman. Y también triunfan los sentidos. Fieramente humanos, físicos más que metafísicos. El tiempo es la clave. Y los cuerpos. Fíjense bien y siéntanlo mejor.
Juan José Tellez»
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